Imagem: Ernst Haeckel
Elisabete Marques. Animais de sangue frio (Língua Morta, 2017)
DOS INCHADOS
I.
Como um balão, redondo de nada
ou de ar, mas nem para flutuar, só
para inventar volume, aí te cresces
de abdómen para atraíres.
Estimas a ventilação, as meiguices,
a atenção ao gesto teu.
Seco, consegues forjar abrigos debaixo
de raízes, de pedras, sob a folhagem,
onde existas imperceptível.
Emergindo ao crepúsculo, quando outros acusam
cansaço, apenas então, activa e voraz,
a língua como um chicote submete
escaravelhos, moscas, pequenas ossadas.
Porém, não tens dentes.
E és forçado a tudo incluir, para teu alívio.
Tua tarefa cumprida em florestas coníferas,
na densa treva para a camuflagem.
Vejo em ti grotesco e suavidade,
não sei de onde me virá tal impressão.
Bateu-me pela primeira vez a tua imagem
no cinema. Eras tragado aos poucos.
O tempo parecia diferente e ficou-me o resíduo
desse acontecimento.
Mas também a voragem púrpura de quem
te abocanhava não mais me deixou.
Estava escuro na sala, as certezas ausentes,
o sentimento de alarme a trepar-nos as pernas,
fazíamos silêncio. Ainda escuto: “consegue forjar
abrigos debaixo de raízes, de pedras, sob a folhagem,
onde exista imperceptível”.
II.
Em pequena, diziam-me que não podias deixar
de inspirar. Mesmo com risco de veneno,
mais querias a agonia do que deixar de acumular
ar nos teus pulmões.
Continuo sem saber se haverá verdade nesse conto,
gosto de pensar que sim.
Porque a tua aparência inflamada
teria aí um motivo mais favorável à arte.
Nunca esqueci uma noite cálida, quando primeira vez te vi
movente a custo numa estrada
e alguém soltou creolina,
projectando morte sobre a tua placidez.
No fundo, compreendi então que a fealdade ofende mais do que a culpa,
e que o receio faz das sombras inofensivas o palco do infortúnio.
Ninguém tomou sublime a tua forma,
apenas a julgaram atípica por não acompanhar as medidas
com que folgamos no universo.
E, contudo, busco essa estranheza
sem concessões e absolutamente real.
Talvez pelas horas passadas junto à argila alaranjada.
Talvez pela figueira que chorei sem consolo num inverno.
Talvez por causa dessa noite desalumiada,
talvez pela infância daí para sempre na minha lembrança,
talvez pela brutalidade por mim reconhecida:
quando enrolavam cobras com estacas
ou atiravam os ovos para fora do ninho,
quando estudavam os limites de um gafanhoto,
a raiz de peónia, a resistência das pinhas,
quando assim era e havia em tudo isso singeleza.
Naquele instante, apenas uma certeza.
Sentindo aquele odor forte, percebi que estava condenada
a lembrar-te e aos pequenos que se atiravam a ti com maior cobiça.
Diante de mim estava uma espécie de mistério sem fundura.
Deixei-me estar quieta, confusa sobre a ideia que me atravessava.
Somente me tocou uma leve intuição. Uma brisa remota, algures.
III.
Era no estio que melhor achávamos a tua espécie.
Um som de reco-reco no tecido da noite sufocando-nos
ainda mais, enchendo-nos a insónia,
com o vibrato das cigarras.
Rebolávamos nas camas,
bebíamos a água pousada na mesa-de-cabeceira
e olhávamos as graduações de obscuridade nas paredes.
Certo é que essa tua toada feia nos fazia companhia,
querida, no seu modo curioso de abafar os restantes terrores.
Eras como que uma claridade negra de presença.
A tua fisionomia invocada pelo eco e nós, na calma,
interrogávamo-nos sobre o deus que teria engendrado essas linhas,
essas vozes e essas dermes ásperas.
Era o grande deus das formas, meditávamos, o dos muitos olhos,
aquele que inventa o impensável e sabe que é verdade.
De tal modo que havia criado também o morcego e o sardão.
Não podia haver outra razão para que tantas patas desiguais
tocassem terreno e trouxessem andante a expectativa de vencer a derrocada.
E as tuas tão brutais quanto a plasticidade de um antúrio.
Ainda não nos assustávamos convenientemente
com a televisão, com a colher, com o copo, com o frigorífico, com o fósforo.
Havia familiar instalado nos olhos.
Que tu persistisses ali na lagoa, tu e os teus confrades,
isso é que era inabitual.
Afligia a presença constante de uma coisa
que respira furtiva e tem apetites
e mexe por sua própria vontade.
Nessa experiência do susto e do espanto,
tecíamos sem saber as imagens.
E por vezes, quando o sono se torna cerrado,
ainda acordo em sobressalto acatando a tua rouquidão.
DE LOS HINCHADOS
I.
Como un globo, redondo de nada
o de aire, pero ni para flotar, solo
para inventar volumen, ahí te creces
de abdomen para atraer.
Estimas la ventilación, las carantoñas,
la atención al gesto tuyo.
Seco, consigues forjar abrigos debajo
de raíces, de piedras, del follaje,
donde existas imperceptible.
Emergiendo al crepúsculo, cuando otros sienten
cansancio, apenas entonces, activa y voraz,
la lengua como un látigo somete
escarabajos, moscas, pequeñas osamentas.
Sin embargo, no tienes dientes.
Y eres forzado a todo incluir, para tu alivio.
Tu tarea cumplida en bosques de coníferas,
en la densa tiniebla para el camuflaje.
Veo en ti grotesco y suavidad,
no sé de dónde me vendrá tal impresión.
Me golpeó por primera vez tu imagen
en el cine. Eras tragado poco a poco.
El tiempo parecía diferente y me quedó el residuo
de ese acontecimiento.
Pero la vorágine púrpura de quien
te mordisqueaba nada más me dejó.
Estaba oscura la sala, las certidumbres ausentes,
el sentimiento de alarma trepándonos las piernas,
hacíamos el silencio. Aún escucho: “consigue forjar
abrigos debajo de raíces, de piedras, del follaje,
donde exista imperceptible”.
II
De pequeña, me decían que no podías dejar
de inspirar. Incluso con riesgo de veneno,
más querías la agonía que dejar de acumular
aire en tus pulmones.
Continúo sin saber si habrá verdad en ese cuento,
me gusta pensar que sí.
Porque tu apariencia inflamada
tendría ahí un motivo más favorable al arte.
Nunca olvidé una noche cálida, cuando por primera vez te vi
fatigoso desplazarse en una carretera
y alguien echó creolina,
proyectando muerte sobre tu placidez.
En el fondo, comprendí entonces que la fealdad ofende más que la culpa,
y que el recelo hace de las sombras inofensivas el palco del infortunio.
Nadie tomó por sublime tu forma,
apenas la juzgaron atípica por no adaptarse a las medidas
en cuya holgura oscilamos en el universo.
Y, así y todo, busco esa extrañeza
sin concesiones y absolutamente real.
Tal vez por las horas pasadas junto a la arcilla anaranjada.
Tal vez por la higuera que lloré sin consuelo un invierno.
Tal vez por culpa de esa noche desalumbrada,
tal vez por la infancia de ahí para siempre en mi recuerdo,
tal vez por la brutalidad por mí reconocida:
cuando enrollaban culebras con estacas
o lanzaban los huevos fuera del nido,
cuando estudiaban los límites de un saltamontes,
la raíz de peonia, la resistencia de las piñas,
cuando así era y había en todo eso sencillez.
En aquel instante, apenas una certeza.
Sintiendo aquel olor fuerte, entendí que estaba condenada
a recordarte y a los pequeños que se lanzaban a ti con mayor codicia.
Ante mí estaba una especie de misterio sin hondura.
Me dejé estar quieta, confusa sobre la idea que me atravesaba.
Solamente me tocó una leve intuición. Una brisa remota, algún lugar.
III.
Era en verano que mejor encontrábamos tu especie.
Un sonido de carraca en el paño de la noche sofocándonos
aún más, llenando nuestro insomnio,
con el vibrato de las cigarras.
Nos revolvíamos en la cama,
bebíamos el agua apoyada en la mesilla
y mirábamos las gradaciones de oscuridad en las paredes.
Cierto es que esa fea tonada tuya nos hacía compañía,
querida, en su modo curioso de ahogar los restantes terrores.
Eras como que una claridad negra de presencia.
Tu fisionomía invocada por el eco y nosotras, en calma,
nos interrogábamos sobre el dios que habría engendrado esas líneas,
esas voces y esas dermis ásperas.
Era el gran dios de las formas, meditábamos, el de los muchos ojos,
aquel que inventa lo impensable y sabe que es verdad.
De tal modo que había creado también al murciélago y al ocelado.
No podía haber otra razón para que tantas patas desiguales
tocasen terreno y trajesen andante la expectativa de vencer la derrocada.
Y las tuyas tan brutales tal la plasticidad de un anturio.
Aún no nos asustábamos convenientemente
con la televisión, con la cuchara, con el vaso, con la nevera, con la cerilla.
Había familiar instalado en los ojos.
Que tu persistieses allí en la laguna, tú y tus cofrades,
eso sí que era insólito.
Afligía la presencia constante de una cosa
que respira furtiva y tiene apetitos
y se mueve por propia voluntad.
En esa experiencia del susto y del espanto,
tejíamos sin saber las imágenes.
Y por veces, cuando el sueño se vuelve cerrado,
aún despierto sobresaltada venerando tu ronquera.